LAS NUEVAS INQUIETUDES INTELECTUALES (SIGLO XI), Y LA IGLESIA DEL DOMINIUM MUNDI.
Las nuevas inquietudes intelectuales
Para poder comprender, en toda su magnitud, la naturaleza del mundo intelectual propio del Occidente europeo del siglo XI, resultaría imprescindible reseñar los fundamentos teóricos que conforman el pensamiento del que quizás haya pasado a la Historia como el principal promotor de los postulados básicos que caracterizarían el cambio intelectual de la centuria siguiente en el marco del denominado Renacimiento del siglo XII: Gerberto de Aurillac, papa electo con el nombre de Silvestre II.
El siglo de Gerberto de Aurillac (Silvestre II)
Surgido en la escena política europea de la segunda mitad del siglo X como un ferviente partidario de la supremacía imperial sobre el Papado romano, Gerberto desarrollaría su labor (en un principio, estrictamente eclesiástica) al amparo del emperador Otón II, quien no dudaría en designar a Gerberto como preceptor de su propio hijo (futuro Otón III).
Aprovechando la ventajosa coyuntura en que la estima imperial le había situado, Gerberto le transmitiría al príncipe Otón su cosmovisión política, la cual abogaba por la existencia de un único soberano universal (ideal del dominium mundi) cuyos deberes estribaban en la justa ponderación y ejercicio de la prerrogativa de regir a los hombres acatando para ello, en todo momento, la superioridad de la Razón (emanación de Dios mismo) como elemento legitimador de su gobierno. Las enseñanzas de Gerberto, inspiradas esencialmente por Aristóteles, impresionarían vivamente al joven pupilo, el cual, una vez verificada su asunción de la corona imperial, trataría por todos los medios de llevarlas a la práctica en el convulso contexto político de la Italia del siglo X. Considerando Otón III que el régimen de gobierno más próximo al pensamiento político de Gerberto resultaba ser el Imperio romano, se afanó en restablecer en su conjunto el poder romano como objetivo primordial de su reinado, instaurando oficialmente la corte imperial en Roma y concibiendo la existencia del Papado como un sujeto que debía permanecer supeditado a la autoridad religiosa del emperador como primer representante de Dios en la Tierra que éste era realmente (desde la óptica de Gerberto). Para situar a la Iglesia bajo su férula, Otón III terminaría por impulsar la elección del propio Gerberto como sucesor del difunto Gregorio V (fallecido, por otra parte, en extrañas circunstancias). No obstante, el proyecto imperial de Otón III fracasaría merced a la rebelión de la plebe romana que le forzó a emprender la huída de la Ciudad Eterna en compañía de Silvestre II, a quien únicamente le permitiría regresar el Sacro Colegio una vez fallecido el emperador.
Gran conocedor de la ciencia musulmana a través de Al-Ándalus (permaneció en la corte califal cordobesa alrededor de cuatro años, durante los cuales aprovechó para absorber todos los conocimientos posibles), compuso tratados de matemáticas y lógica, llegando incluso a confeccionar un tipo de ábaco que llegó a conocer una amplísima difusión en la Europa medieval. Asimismo, es el responsable de la introducción del sistema decimal en los cálculos matemáticos en el Occidente cristiano mediante una bula papal que sancionaba la obligatoriedad de su uso en los monasterios.
En una línea de trabajo análoga a la postulada por Gerberto, aunque no coincidente con la de éste en múltiples aspectos, Abón de Fleury llevará a cabo una labor docente y científica que redundará directamente en la formación de una serie de intelectuales cuya intervención sería de trascendental relevancia en el contexto de la germinación del Renacimiento del siglo XII. Sus obras, inspiradas por la concepción de que la razón, aun resultando de ostensible utilidad a la hora de tratar de comprender la naturaleza y la esencia fundamental de la verdad divina, no puede facilitarnos sino tan sólo una mínima parte del conocimiento de ésta, estribarían fundamentalmente en el análisis racional (y por ende, matemático) de las siete artes liberales.
A medida que se vayan aproximando los prolegómenos del siglo XI, Europa Occidental comenzará a experimentar una nueva mejoría, confirmándose la circunstancia intelectual de que, en efecto, se observará una continuidad con el pensamiento de Gerberto. Asimismo, se apreciará una incipiente estima intelectual hacia las artes liberales (caso de Abón de Fleury, verbigracia), lo cual no dejará de ser, esencialmente, sino un antecedente del discurso cultural imperante en el transcurso del Renacimiento del siglo XII. Igualmente, la no superación del debate entre razón y fe no perderá vigencia, prolongándose en el tiempo hasta más allá del siglo XII.
Berengario de Tours antepondrá, en importancia, la razón a la fe misma, dado que la primera constituye, para Berengario, la herramienta crucial para dilucidar los misterios de la fe, opinión que le supondrá el ser tachado de filósofo por los teólogos. De entre éstos, Lanfranco de Pavía, otro gran intelectual de la centuria, será su rival más descollante. A su vez, éste último reflexionará sobre la razón, llegando a albergar cierta simpatía por su uso teológico, aunque siempre desde la inquebrantable convicción de que la fe proporcionaba un conocimiento del que la razón ni siquiera podía participar.
Por su parte, Anselmo de Canterbury, formado especialmente en retórica y lengua latina, responderá más a la vida eclesiástica con la que se había comprometido que a una existencia más específicamente dedicada al cultivo de las letras y las ciencias. Esto no le impedirá, empero, proceder con el análisis lógico del discurso teológico, habiéndose definido previamente no como un filósofo, sino como un humilde monje celoso de encontrar el camino de la fe a través del estricto empleo de la razón, llegando finalmente a la conclusión de que la razón es, junto a la fe (obviamente), fuente de incalculable valor para el conocimiento de Dios. Para ello, partirá de la observación de que las manifestaciones de la Divinidad responden básicamente a la verdad tangible, constituyendo, por tanto, el análisis del mundo palpable el de la Divinidad misma. Para Anselmo, resultará necesario conocer la fe como camino de la contemplación divina, aun cuando repute como más importante el alcance de la Divinidad a través de la combinación entre la razón y la fe, puesto que en el pensamiento de Anselmo la razón funciona como un elemento perfeccionador de la fe. A tal respecto, podríamos afirmar que la concepción teológica de Anselmo participaría en esencia del movimiento intelectual y religioso de la teología racional, situada en un punto más bien equidistante entre el uso preferente de la razón y el estricto de la fe en el seno del debate dialéctico que enfrentó a los partidarios las posturas anteriormente señaladas.
La generación de pensadores que, partiendo de Gerberto de Aurillac, desarrollarán su labor en el contexto de la polémica por el predominio de la razón o de la fe y de la permeabilización del mundo cristiano ante los estímulos científicos procedentes de Oriente y de Ál-Ándalus, sentarían, en efecto, las bases para la reforma cultural que resultaría del mencionadoRenacimiento del siglo XII. Por otra parte, no deberíamos sigilar la realidad de que el siglo XI responde a una cronología esencialmente caracterizada por el crecimiento económico del Occidente europeo, debido éste en cierta medida a la bonanza que conllevaría el restablecimiento a gran escala de las rutas comerciales occidentales con el Oriente musulmán a raíz del hecho bélico de las Cruzadas. Dicha pujanza pecuniaria, invertida muy particularmente en el mundo urbano, redundaría directamente en el crecimiento de las urbes y en la expansión de la vida cultural, con lo cual se sembraría la semilla de lo que posteriormente podría ser definido como una época de desarrollo y estímulo de la cultura intelectual europea.
La Iglesia del dominium mundi (c. 1150-c.1300)
La evolución de los diferentes poderes regios occidentales supondrá para la Iglesia, embarcada en la empresa de la plena asunción del dominium mundi, un punto de inflexión en su pugna con el Imperio, y con el afán de conjurar la amenaza que tanto la autonomía de los primeros como la todavía considerable capacidad de acción del segundo constituía para las ambiciones terrenales del Papado romano, el aparato político pontificio tratará de dotar a la Iglesia de una eficiente administración cancilleresca y de un sólido órgano de gobierno. Aprovechando, a tal respecto, el crecimiento económico que experimentaba la sociedad medieval occidental en el siglo XII, la Iglesia, como institución que retenía pingües beneficios mediante su relación con los poderes políticos de Occidente, planteará una profunda reforma política interna cuya proyección exterior estribaba en la defensa del ideal de la plenitudo potestatis, primer paso hacia el dominium mundi. Asimismo, las ambiciones pontificias hallarán en los efectos religiosos de las Cruzadas un poderoso aliado.
La plenitudo potestatis pontificia
Como tal, la plenitudo potestatis surgirá de la prolongación del conflicto que mantenía el aparato pontificio con los poderes políticos, constituyendo la libertas Ecclessiae el punto de partida de la pugna política por el dominium mundi.
El siglo XII no dejará de ser una mera continuidad en este sentido, dado que los enfrentamientos se suscitarán por causa de la libertas Ecclessiae, destacando muy particularmente las cuestiones referentes a la conflictiva jurisdicción sobre los reos eclesiásticos y sobre las investiduras episcopales. Tal será el caso, verbigracia, de la actitud invasiva de Federico I en el control administrativo eclesiástico, la cual estribaba en la voluntad imperial de acaparar la totalidad de las investiduras episcopales en el Imperio.
Por otro lado, deberíamos tener presente el hecho de que en Italia, por ejemplo, la situación ofrecerá una imagen diametralmente diferente a la que mostraba en siglos anteriores: en este preciso momento, en Italia el poder del pontificado romano gozará, ostensiblemente, de mayor margen de maniobra.
Igualmente, no podemos obviar el hecho de que la casuística será tan amplia como lo es el espacio geográfico antaño dominado por los poderes regios de Occidente: sin ir más lejos, la figura de Enrique II de Inglaterra resultará altamente ilustrativa a tal respecto.
En el siglo XIII, observamos una clara vigencia en el rechazo imperial hacia la plenitudo potestatis. Esto explica que, durante la minoría de edad de Federico II Roger, rey de Sicilia, el reino será gobernado por una regencia compuesta íntegramente por eclesiásticos hacia la que no disimularán su rechazo los componentes de la nobleza normanda siciliana. Como es evidente, en el fondo se perpetúa el conflicto entre las coronas y la Iglesia. Sin embargo, y a pesar de que el Papado romano se vea forzado asiduamente a luchar por su particular libertas, en el seno de la Iglesia no se dudará ya acerca de la indiscutible primacía del obispo de Roma.
Por lo tanto, el papado será, ya definitivamente, cabeza de la Iglesia católica. En este sentido, resulta de especial relevancia la persona de Inocencio III, pontífice responsable del impulso y planificación de cruzadas, no siempre contra el Islam por cierto. Además, en el IV Concilio Lateranense se plasmará eficazmente que el Romano Pontífice es el príncipe de la Iglesia por antonomasia.
Todas las circunstancias anteriormente reseñadas repercutirán en la creación efectiva de un aparato administrativo y de gobierno pontificio centralizado, base que posteriormente se revelará como indispensable en el marco del desarrollo político de la Iglesia a lo largo del siglo XII.
En este sentido, las bases serán el derecho canónico, el Tribunal de la Rota, la Cámara Apostólica y el Sacro Colegio principalmente.
-El derecho canónico:
Basado en la tradición jurídica romana y en la primitiva legislación de los pontífices, reflejará la infalibilidad del Papa como elemento inspirador de la ley canónica. Asimismo, el derecho canónico reputa las ideas pontificias sobre los dogmas de fe como dogmas en sí mismas. En cualquier caso, este corpus jurídico se irá enriqueciendo progresivamente a partir de la sanción de decretos pontificios o de la celebración de concilios.
-El Tribunal de la Rota:
No constituye sino el eje vertebrador de la administración de la justicia en el seno de una Iglesia que goza de una libertad suprema.
-La Cámara Apostólica:
El elemento más importante en la vertebración y constitución de un estado es la tributación. Así pues, y a medida que vaya estableciéndose un aparato de gobierno en la Iglesia, se irán perfilando los rasgos funcionales de la tributación propia del estado papal. La Cámara Apostólica, pues, se afanará en regular las exacciones pecuniarias sometidas a la jurisdicción de la Iglesia.
-El Sacro Colegio:
La Curia pontificia, a partir de este contexto histórico, comenzará a retener un poder cada vez mayor, no sólo como institución que aglutina a los individuos más cercanos al Romano Pontífice, sino también como cantera humana de la corte papal.
En el siglo XI, la Iglesia experimentará una centralización monárquica, persiguiendo el control de todas las sedes eclesiásticas a través de las legaciones papales, con unos legados que, ante los soberanos cristianos, poseían la misma autoridad y poder coercitivo que el propio Papa.
Las propias circunstancias políticas resultantes del conflicto con el Imperio nos ponen sobre la pista de una virtual victoria del Papado sobre los emperadores. De hecho, Federico II Roger será, quizás, el último gran emperador que podrá enfrentarse siquiera al Papado romano. El fin último de su sucesor siciliano, Conradino, refleja a la perfección la nueva coyuntura política que se le abría al pontificado de Roma. Asimismo, cabría señalar el hecho de que durante el Gran Interregno imperial, será el Papado el principal árbitro de las disputas en torno a la asunción de la dignidad y poder imperiales.
En el ámbito papal, habrá una cierta falta de conciencia de la realidad política tras la derrota del Imperio como poder universal. Habiendo conseguido domeñar a los emperadores, los papas no serán conscientes de que su propio éxito les imposibilitará situar bajo su férula al resto de poderes regios de Occidente, quienes, sin aspirar a la obtención de ninguna clase de prerrogativa universalista, se ampararán en la máxima rex est imperator in regno suo. No obstante, bien es verdad que los papas tratarán de intervenir, igualmente, en las cuestiones relativas a las diversas cancillerías. Bonifacio VIII será la máxima expresión de la autoridad suprema pontifica en este sentido, o al menos de las esperanzas que el Papado tenía depositadas en la rígida aplicación del ideal del dominium mundi: no dudará este pontífice en intervenir en materia eclesiástica en todos los reinos, destacando, en este sentido, la bula Unam sanctam. Esto le conducirá al desastroso choque frontal con la monarquía francesa (Atentado de Agnani), y una vez occiso Bonifacio VIII, en la misma Iglesia se suscitarán dudas acerca de la posibilidad del mantenimiento a largo plazo de un conflicto semejante con cualquier otra corona europea.
Hasta Bonifacio VIII, pues, nos encontraremos con unas disposiciones pontificias muy específicas en cuanto a las concesiones de la Iglesia y a sus límites. Sin embargo, a partir de la muerte de Bonifacio VIII, los pontífices habrán de ceder asiduamente, y en prerrogativas que se creían apuntaladas en la Iglesia, lo cual responderá, en sí mismo, a un sustancial cambio en el concierto político del Occidente cristiano medieval.
Jorge Rosales Pulido.
Clase del día 24 de abril.