Difícil es la tarea de sintetizar a grandes autores del Renacimiento Carolingio como Escoto de Eriúgena o Eghinardo, además de la reforma monacal de Cluny y el nacimiento de la primera orden religiosa en un espacio tan breve. Aunque difícil no significa imposible, pero requiere de un esfuerzo por parte del autor y el lector.
AUTORES, DE ESCOTO DE ERIÚGENA EN ADELANTE.
Comenzando por la parte más compleja, Escoto de Eriúgena, se presenta ante el espectador un autor cuanto menos interesante, pues de este periodo es el único que domina en un grado aceptable el griego (cierto es que Alcuino de York también entendía algo el griego, pero poseía rudimentos más que conocimiento), lo cual permite a este religioso conocer e interiorizar textos y autores clásicos y de la patrística, inaccesibles para el resto, y por supuesto, esto se reflejará en sus planteamientos (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 184).
De origen irlandés, se encontraba en la corte de Carlos el Calvo en pleno ejercicio de la enseñanza en la escuela palatina de París, ejemplo de la continuidad de la política carolingia de atracción de eruditos, cuando es reclamado para que tomase partido en uno de los grandes problemas teológicos de la época: la disputa sobre la doble predestinación defendida por Godescalco (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 183), lo que abrió la primera etapa en el pensamiento de Escoto. Pero ahora bien, se atisba necesario entender, aunque sea someramente, en que consiste este planteamiento, y eso lleva directamente a la base de esta corriente, San Agustín, pues es la fuente de la que bebe Godescalco.
La diatriba estriba en que este padre de la Iglesia establece una doble vía para la salvación: la gracia (derivada directamente de Dios) y las acciones del hombre, pues para San Agustín es irrefutable el libre albedrío otorgado por Dios a los hombres, pues Dios no sería amor si no hiciera esto (es una justificación de lo que se conoce como el Ordo Amoris) (ANTUÑANO, Salvador, 2010: 68-73). Esto plantea un equilibrio entre la predestinación y la salvación por la voluntad del hombre, pues sin las dos no hay paraíso. Pero por supuesto todo se puede interpretar de las formas más extremas posibles, y este es el caso de Godescalco, el cual elaboró una teoría que se basa en la doble predestinación: tanto lo bueno como lo malo está predestinado por Dios. Esto nace de una visión radical de la Gracia, llevada a entenderse esta como predestinación, pero el problema que generaba esto afectaba a la misma esencia del cristianismo: si todo está predispuesto por Dios ¿en qué queda el sacrificio de su Hijo, ya que de esta manera se está negando su sacrificio universal? (MITRE, Emilio, 1976: 121) . Desde luego el discurso es elevado y la única forma de poder contestarlo era con un amplio conocimiento de la obra de San Agustín, y es aquí donde entró Escoto de Eriúgena, pues además de reconocido pensador, entre otros autores había traducido a este padre de la Iglesia, y lo más importante, había interiorizado su pensamiento.
Es por este motivo que en el 851 se le pide una más que necesaria comisión de respuesta, pues en los sínodos y concilios celebrados, como el de Mainz (848), aunque se condena su corriente como herética, se queman sus libros y se le recluye en el monasterio de Hautvillers de por vida, no se había generado una respuesta contundente sobre sus planteamientos (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 181), ante lo cual Escoto pone fin con su De divina praedestinatione, en la cual, reinterpretando a San Agustín e incluso deformándolo, negando taxativamente la doble predestinación, y más allá, la propia predestinación como tal. Esto se debe a que para él Dios está fuera de la temporalidad de la creación, por lo que no tiene cabida en el espacio local, es decir, no intercede en la creación (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 182-183). Por esta vía se ve la deformación de San Agustín: si Godescalco se desvió hacia la predestinación, Eriúgena tiende hacia el lado contrario, pues Dios no planifica nada al estar fuera de este espacio, devolviendo a su lugar al sacrificio de Cristo y el libre albedrío. Pero con este planteamiento, se observa una característica fundamental, y es que está conclusión se formula con un profundo uso de la razón, dejando más apartado lo divino en la explicación, lo cual corresponde a un método propio de estudio.
Después de zanjar esta discusión, comienza la segunda etapa de producción de Escoto, la cual se puede situar en torno al 858 con el encargo de Carlos el Calvo de que tradujera las obras del Pseudo Dionisio Aeropagita, lo que inicia el culmen de su formación intelectual y le permitió elaborar la obra por la que es más conocido, su Divisione naturae. En ella se puede observar un acercamiento al pensamiento neoplatónico que habría adquirido a través de este Dionisio, el cual hubiera sido discípulo de Pablo de Tarsos. Lo que es cierto es que en la obra de este pseudo autor se observan retales de neoplatonismo. Muy en síntesis se pueden substraer importantes fuentes en esta obra. En primer lugar el recurso usado para la construcción expositiva de la obra es el diálogo, algo muy llamativo y que le acerca a autores clásicos como Cicerón, maestro en este campo. En segundo lugar, parte de San agustín en la afirmación de que el verdadero razonamiento corresponde con la verdad revelada, algo muy repetido por el padre de la Iglesia en cuanto que para él el conocimiento está en el interior (influencia neoplatónica) y este se asimila con Cristo (el verbo encarnado), por lo que razón y fe se unen (este planteamiento lo desarrolla en su obra De Magistro) (ANTUÑANO, Salvador, 2010: 80). El tercer punto corresponde a la utilización de Dionisio Areopagita para poder conocer la naturaleza, lo cual se puede realizar a través de una doble vía, positiva o negativa, pero la conclusión es que Dios no puede ser conocido por el hombre dado que su entendimiento es limitado, expresado en la premisa de que si se categoriza con algún concepto se le define, pero a la vez se limita su figura, pues él está por encima de la razón humana, por lo que esta es insuficiente para abarcarlo (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 185-186) .
A partir de aquí establece una división del universo, una cosmogonía cristiana en la cual se pueden observar cuatro niveles:
- Naturaleza que crea y no es creada, es decir, Dios.
- Naturaleza que crea y es creada, en otras palabras, el logos, la sabiduría de Dios, encarnada por el Espíritu santo, el cual transforma las ideas en un mundo real (la Creación).
- Naturaleza que es creada y no crea, también llamada Creación, Mundo Terreno, etc.
- Naturaleza que no es creada y no crea, es decir, otra vez Dios, lo que quiere decir que todo retorna a él.
Esto puede entenderse, y así se ha hecho, como una especie de sistema cíclico en el que todo empieza y termina en Dios. Pero no debe entenderse de ninguna de las maneras como un sistema cíclico eterno en una especie de reencarnación continua, pues no lo es. Lo que establece es una visión más compleja del clásico sistema lineal de principio y fin en la figura de Dios, pero con categorías intermedias, como el Espíritu Santo o la creación, siendo el elemento más desconcertante la última categoría, la cual vuelve a ser Dios, pero definido de una forma distinta, lo cual puede llevar a entender que pueden ser dos modelos distintos. Pero ¿en qué momento se hacen distintos? No lo hace, y para ello es necesario revisar cual es su concepción de Dios respecto a este y su participación en la creación, vista en las disputas con Godescalco. Pues como se observó, Dios está fuera del mundo terreno por un principio complejo relacionado con la temporalidad, pero también se ha dicho que crea el universo a través de la transformación del logos (sabiduría de Dios), lo cual da la clave para entender el sistema: Dios en un primer momento crea el universo (lo hace el Espíritu Santo, pero no se debe perder de vista a la Santísima Trinidad), por lo que es una naturaleza no creada y creadora, pero al hacerlo queda fuera de la creación por cuestiones de esencia, ya que Dios es atemporal, lo que lo convierte, tras este afán de generosidad creadora, en una naturaleza que no es creada y que no crea, pues está fuera del mundo terrenal. Esto quiere decir que no es que se halla modificado la esencia, sino, podría decirse, su actitud, lo que lleva a que es la misma naturaleza pero con distinta posición, por lo que Dios corresponde al principio y al fin, similar a lo que otros autores como San Agustín expusieron (la concepción lineal del tiempo es un elemento muy presente en su Ciudad de Dios). Pero de esta forma se aleja demasiado a Dios de la creación y lo convierte en un espectador de la misma, lo cual incurre en un problema, motivo por el cual en esta obra remata este sistema afirmando que Dios está en todas las cosas desde el momento de concepción, es decir, que Dios es el universo. Esto es lo que le confiere el carácter pandeísta y semicíclico (solo existe un ciclo) con el que se le ha catalogado, pues todo emana de Dios y vuelve a él, entendiendo a este como cosmos (la ausencia de cita quiere decir que el razonamiento es propio y está pendiente de patente). Este concepto le valió la condena de la Iglesia por herético. Desde luego, la interiorización de conceptos filosóficos clásicos es más que evidente.
Para finalizar con Eriúgena, a través de este elaborado pensamiento se puede observar un fundamento epistemológico clave en su pensamiento, y es que la razón es un elemento esencial para conocer la naturaleza, es decir, la verdad. La razón debe ser un instrumento usado para hallar la verdad, la cual se encuentra en las Sagradas escrituras, lo que quiere decir que la razón debe depurar las interpretaciones erróneas y servir para acercarse al verdadero conocimiento. Este uso concienzudo y tan importante de la razón bien puede ser de origen clásico, pero desde luego aparece en una forma cristianizada (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 188).
El segundo autor a tratar en este apartado es Eghinardo (770-840), un ejemplo de nobleza laica (y es necesario señalar el "laica" porque existía nobleza religiosa) que se insertó dentro de los circuitos de producción cultural carolingia. Formado en Fulda, se integró en la corte regia en Aquisgrán y destacó al servicio del hijo de Carlomagno, Ludovico Pio. Al fracasar en la mediación en el conflicto entre los sucesores de Ludovico, se retira al monasterio que el mismo fundó en Seligenstadt en donde comenzó su etapa cultural más productiva, escribiendo su obra más famosa, la Vita Karoli Magni. Esta biografía es un gran ejemplo que engloba las características más relevantes de las obras históricas de este periodo (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 203). Se pueden dividir estas características en dos bloques. El primero hace referencia a las fuentes de inspiración, las cuales en este periodo se remontan a la antigüedad clásica, y en este caso, por poner un ejemplo Eghinardo se basa en Suetonio y sus Doce Césares, en especial en César Augusto, en donde existe un deseo de comparar ambas figuras. Esto también afectaría a la estructura y la composición de la obra, la cual también pretende asemejarse a los cánones clásicos, pero añadiendo una inspiración en la Biblia, en especial el Antiguo Testamento (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 204-207). El segundo bloque se refiere a la fiabilidad del texto y el posible uso que pueda hacerse de éste para hacer historia. El tono laudatorio está continuamente presente en toda la obra, y en algunos casos el deseo de ensalzar la figura de Carlomagno provoca que se deforme demasiado la visión. Esto nacería de la necesidad de construcción de un fundamento político, muy potenciado por los momentos de crisis (recordar el conflicto entre los sucesores de Ludovico Pio) ante los cuales esta obra pretende de alguna manera recordar la grandeza del reino franco y los deberes de sus monarcas para con él. Es por este motivo que la visión del reinado puede estar deformada en muchos aspectos y presentar una versión que no sea fidedigna y por lo tanto no válida para obtener un conocimiento correcto (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 205-208).
Para finalizar este apartado, antes que otra relación de autores (sin alarmarse, pues solo quedan tres) sería interesante abordarlo desde otro punto de vista. En este caso se ha optado por ver como tras la creación de un centro educativo, acorde con la política cultural carolingia, éste se convierte en un gran foco de intelectuales, como es el caso de la escuela monacal de Fulda, donde se formó el ya nombrado Eghinardo. Lo cierto es que desde que San Bonifacio fundase allí la primera iglesia y luego entrase a formar parte del proyecto educativo carolingio, su importancia no dejó aumentar. De los detalles del programa y sus consecuencias debería ocuparse otro (previo a este trabajo) y para no seguir adentrándose en competencias ajenas, los ejemplos de esta premisa son amplios. Rábano Mauro, 776-856, el que fuera obispo arzobispo de Maguncia, se formo aquí y luego pasó por la docencia antes de ser nombrado con ese cargo. Muy activo en la polémica de la doble predestinación, ante la cual se posicionó en contra, es un claro ejemplo de la exquisita formación que ofrecía el centro, y de una segunda característica, la proyección que aportaba después. El caso de Lupo de Ferreriéres, 814-862, es distinto, pero muestra una tercera vía, pues después de labrarse un nombre es enviado a Fulda para dedicarse a la docencia, para luego ser nombrado abad de San Pedro y San Pablo. Para cerrar ya definitivamente el apartado un último ejemplo, Walafrido Estrabón, otro intelectual de saber polifacético y enciclopédico formado en la escuela, el cual se ocupo de la formación de Carlos el Calvo, último gran rey carolingio que impulsó de nuevo el proyecto cultural carolingio hasta cotas bastante altas, una prueba del éxito de Walafrido.
LA REFORMA MONACAL Y CLUNY.
El interés por la Iglesia y su salud por parte de la dinastía carolingia arrancó antes de que fuesen monarcas. Ya en la década del 740 San Bonifacio y Carlos Martel vieron la necesidad de acometer una depuración de esta institución en todos los niveles, tanto el espiritual como el terrenal. Pero lo cierto es que los grandes avances los realizarón Pipino el Breve y en especial Carlomagno, pues con el segundo y a través de la Admonitio Generalis se consiguió instaurar (con mayores o menores resistencias) un único rito, el romano, y promover la regla benedictina (depurada por Benito de Aniano) como la más apropiada para la vida monacal (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 11-21). Pero los monasterios, gran fuente de intelectuales, sufrieron un proceso de "secularización" al serles otorgados a muchos religiosos labores administrativas (por su formación), lo cual les privaba de dedicarse por entero a sus labores religiosas, sumado al hecho de la gran dependencia del poder regio, lo cual supuso que en los momentos de crisis la vida religiosa volviera a desviarse (MITRE, Emilio, 1976: 123-124).
Aunque la empresa monástica carolingia no alcanzara su objetivo de unificación de todos los monasterios bajo una misma regla, si que sentó las bases para que a comienzos del siglo X, concretamente en el 910, el duque de Aquitania, Guillermo el Piadoso, cediese unos terrenos al monje Bernon para que construyese el monasterio de Cluny, el cual tendría una característica muy especial, pues "se colocarían bajo la propiedad inalienable de los santos Pedro y Pablo", es decir, del obispo de Roma, para que de esta forma escapase de cualquier poder laico (MITRE, Emilio, 1976: 124). La regla adoptada fue la benedictina, pero la depurada por Benito de Aniano, por lo que sería en su forma más rígida. Este modelo tuvo un gran éxito, y la inseguridad endémica y el misticismo de la época fueron el caldo de cultivo para que esta nueva vía de religiosidad más pura se expandiese rápidamente (MITRE, Emilio, 1976: 124). Pero para ello se adoptaría otra gran característica que define a este movimiento y es que aquellos monasterios que quisiesen reformarse o los de nuevo cuño adoptar el modelo, estos serían dependientes de Cluny. Por tanto solo existía un solo abad, colocándose en cada uno del resto de monasterios un prior, elegido por ellos mismos, siguiendo de esta forma las disposiciones del 818 de Ludovico Pio acerca de la independencia en la elección de abades (ahora priores) de los monasterios.
Esta nueva orden (la primera) fue la base de la cristiandad europea durante los dos siguientes siglos (MITRE, Emilio, 1976: 124), y prueba de ello son los 1450 monasterios cluniacenses y los más de 10.000 a finales del siglo XI, con 400 de ellos en el propio Cluny, número que indica en el centro capital en el que se convirtió.
BIBLIOGRAFÍA.
El segundo autor a tratar en este apartado es Eghinardo (770-840), un ejemplo de nobleza laica (y es necesario señalar el "laica" porque existía nobleza religiosa) que se insertó dentro de los circuitos de producción cultural carolingia. Formado en Fulda, se integró en la corte regia en Aquisgrán y destacó al servicio del hijo de Carlomagno, Ludovico Pio. Al fracasar en la mediación en el conflicto entre los sucesores de Ludovico, se retira al monasterio que el mismo fundó en Seligenstadt en donde comenzó su etapa cultural más productiva, escribiendo su obra más famosa, la Vita Karoli Magni. Esta biografía es un gran ejemplo que engloba las características más relevantes de las obras históricas de este periodo (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 203). Se pueden dividir estas características en dos bloques. El primero hace referencia a las fuentes de inspiración, las cuales en este periodo se remontan a la antigüedad clásica, y en este caso, por poner un ejemplo Eghinardo se basa en Suetonio y sus Doce Césares, en especial en César Augusto, en donde existe un deseo de comparar ambas figuras. Esto también afectaría a la estructura y la composición de la obra, la cual también pretende asemejarse a los cánones clásicos, pero añadiendo una inspiración en la Biblia, en especial el Antiguo Testamento (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 204-207). El segundo bloque se refiere a la fiabilidad del texto y el posible uso que pueda hacerse de éste para hacer historia. El tono laudatorio está continuamente presente en toda la obra, y en algunos casos el deseo de ensalzar la figura de Carlomagno provoca que se deforme demasiado la visión. Esto nacería de la necesidad de construcción de un fundamento político, muy potenciado por los momentos de crisis (recordar el conflicto entre los sucesores de Ludovico Pio) ante los cuales esta obra pretende de alguna manera recordar la grandeza del reino franco y los deberes de sus monarcas para con él. Es por este motivo que la visión del reinado puede estar deformada en muchos aspectos y presentar una versión que no sea fidedigna y por lo tanto no válida para obtener un conocimiento correcto (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 205-208).
Para finalizar este apartado, antes que otra relación de autores (sin alarmarse, pues solo quedan tres) sería interesante abordarlo desde otro punto de vista. En este caso se ha optado por ver como tras la creación de un centro educativo, acorde con la política cultural carolingia, éste se convierte en un gran foco de intelectuales, como es el caso de la escuela monacal de Fulda, donde se formó el ya nombrado Eghinardo. Lo cierto es que desde que San Bonifacio fundase allí la primera iglesia y luego entrase a formar parte del proyecto educativo carolingio, su importancia no dejó aumentar. De los detalles del programa y sus consecuencias debería ocuparse otro (previo a este trabajo) y para no seguir adentrándose en competencias ajenas, los ejemplos de esta premisa son amplios. Rábano Mauro, 776-856, el que fuera obispo arzobispo de Maguncia, se formo aquí y luego pasó por la docencia antes de ser nombrado con ese cargo. Muy activo en la polémica de la doble predestinación, ante la cual se posicionó en contra, es un claro ejemplo de la exquisita formación que ofrecía el centro, y de una segunda característica, la proyección que aportaba después. El caso de Lupo de Ferreriéres, 814-862, es distinto, pero muestra una tercera vía, pues después de labrarse un nombre es enviado a Fulda para dedicarse a la docencia, para luego ser nombrado abad de San Pedro y San Pablo. Para cerrar ya definitivamente el apartado un último ejemplo, Walafrido Estrabón, otro intelectual de saber polifacético y enciclopédico formado en la escuela, el cual se ocupo de la formación de Carlos el Calvo, último gran rey carolingio que impulsó de nuevo el proyecto cultural carolingio hasta cotas bastante altas, una prueba del éxito de Walafrido.
LA REFORMA MONACAL Y CLUNY.
El interés por la Iglesia y su salud por parte de la dinastía carolingia arrancó antes de que fuesen monarcas. Ya en la década del 740 San Bonifacio y Carlos Martel vieron la necesidad de acometer una depuración de esta institución en todos los niveles, tanto el espiritual como el terrenal. Pero lo cierto es que los grandes avances los realizarón Pipino el Breve y en especial Carlomagno, pues con el segundo y a través de la Admonitio Generalis se consiguió instaurar (con mayores o menores resistencias) un único rito, el romano, y promover la regla benedictina (depurada por Benito de Aniano) como la más apropiada para la vida monacal (McKITTERICK, Rosamond, 1994: 11-21). Pero los monasterios, gran fuente de intelectuales, sufrieron un proceso de "secularización" al serles otorgados a muchos religiosos labores administrativas (por su formación), lo cual les privaba de dedicarse por entero a sus labores religiosas, sumado al hecho de la gran dependencia del poder regio, lo cual supuso que en los momentos de crisis la vida religiosa volviera a desviarse (MITRE, Emilio, 1976: 123-124).
Aunque la empresa monástica carolingia no alcanzara su objetivo de unificación de todos los monasterios bajo una misma regla, si que sentó las bases para que a comienzos del siglo X, concretamente en el 910, el duque de Aquitania, Guillermo el Piadoso, cediese unos terrenos al monje Bernon para que construyese el monasterio de Cluny, el cual tendría una característica muy especial, pues "se colocarían bajo la propiedad inalienable de los santos Pedro y Pablo", es decir, del obispo de Roma, para que de esta forma escapase de cualquier poder laico (MITRE, Emilio, 1976: 124). La regla adoptada fue la benedictina, pero la depurada por Benito de Aniano, por lo que sería en su forma más rígida. Este modelo tuvo un gran éxito, y la inseguridad endémica y el misticismo de la época fueron el caldo de cultivo para que esta nueva vía de religiosidad más pura se expandiese rápidamente (MITRE, Emilio, 1976: 124). Pero para ello se adoptaría otra gran característica que define a este movimiento y es que aquellos monasterios que quisiesen reformarse o los de nuevo cuño adoptar el modelo, estos serían dependientes de Cluny. Por tanto solo existía un solo abad, colocándose en cada uno del resto de monasterios un prior, elegido por ellos mismos, siguiendo de esta forma las disposiciones del 818 de Ludovico Pio acerca de la independencia en la elección de abades (ahora priores) de los monasterios.
Esta nueva orden (la primera) fue la base de la cristiandad europea durante los dos siguientes siglos (MITRE, Emilio, 1976: 124), y prueba de ello son los 1450 monasterios cluniacenses y los más de 10.000 a finales del siglo XI, con 400 de ellos en el propio Cluny, número que indica en el centro capital en el que se convirtió.
BIBLIOGRAFÍA.
- ANTUÑANO, Salvador. San Agustín, La Ciudad de Dios. Madrid: Tecnos, 2010.
- McKITTERICK, Rosamond (editor). Carolingian Culture: emulation and innovation. Cambridge: Cambridge University Press, 1997 (1994).
- MITRE, Emilio. Introducción a la Historia de la Edad Media Europea. Madrid: Istmo, 2004 (1976).